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¿Amigos o rivales? Salvemos a la policía. Por Alaín González 4722v

En el ultimo año los policías de todo México han vivido momentos de mucha tensión, la pandemia definitivamente vino a complicar una relación entre la ciudadanía y los cuerpos de seguridad que ya se encontraba bastante deteriorada, la función policial a diferencia de otras actividades no pudo ser detenida, pero las condiciones en las que estos realizaban sus actividades no fueron modificadas, la salud de los elementos tanto física como mental, no fue tomada en cuenta, los protocolos, si es que existen, no fueron suficientes y por si fuera poco tampoco se les considero un grupo esencial para recibir la vacuna junto con los de “primera línea de control del Covid-19”. 285q3l

¿Y cual es la consecuencia del abandono de los policías?, de acuerdo con datos de Causa en Común, llevamos al menos 735 policías fallecidos, datos que son difíciles de obtener pues si a duras penas se lleva el registro de policías asesinados, como podríamos confiar en que los datos de policías fallecidos por Covid-19 sean precisos.

¿Pero es esta la única consecuencia del abandono de los policías?, pues no, lamentablemente también hemos llevado al limite la relación de los policías con la ciudadanía,relación que ha agravado una guerra sin sentido en donde el policía desquita el maltrato institucional y social, con los ciudadanos, pasando de una función “preventiva” para la cual están diseñadas la mayoría de las policías, a una función “represiva y punitiva” en donde buscan el más mínimo error para, detener, infraccionar (sobornar), someter, y/o castigar al ciudadano, o al menos así se percibe, pues la ciudadanía no confía en los policías.

Y no es casualidad el porcentaje de confianza que tienen las Policías Preventivas a nivel Nacional 47% de confianza, solo aquí en Chihuahua y Ciudad Juárez, observamos que el número de habitantes que desconfían de la policía municipal por cada 10, es de 4 y 7 respectivamente, según datos de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU)que lleva a cabo el INEGI.

¿Pero qué podemos hacer para revertir esto? ¿Es esto un circulo vicioso sin remedio? Pues yo soy de los que piensan, que si existe una solución, la cual requiere un esfuerzo de todos; ciudadanos, policías, gobernantes, legisladores, etc., pues mientras denostamos a los policías, existen otros grupos que en verdad quieren hacernos daño y no solo eso, si no que cuentan con una cultura que los enaltece, sobrevalora y elogia sus hazañas. Cultura que lamentablemente conquista a jóvenes que intentan imitar sus historias.

Y que tal si creamos una cultura en pro del policía, en dondeexijamos que se les capacite más y mejor, salarios más competitivos, que se les otorguen mayores y mejores prestaciones como seguros de gastos médicos, atención medica y psicología, sistemas para el otorgamiento de viviendas, garanticemos la educación de sus hijos y las pensiones a las viudas de los elementos caídos, impulsemos el servicio profesional de carrera para garantizar ascensos y policías mejor preparados, equipemos de la mejor manera a nuestros primeros respondientes, pues los policías son el principal servidor publico, quienes están en o directo y diario con los ciudadanos, démosles la importancia y el lugar que se merecen, démosles a los policías mas razones por las cuales ser policías, y servir a su ciudad.

He escuchado en muchos discursos políticos la frase “dignifiquemos a los policías” como si no fuera ya digno aquel que es capaz de dar su vida por los demás, así que no es dignificar, es reconocer. Para que el día de mañana el policía prevenga delitos, circule con la torreta prendida y orgulloso de su trabajo, para que aquellos que gustan de pasarse semáforos, asaltar, robar y en general violar la ley la pienses dos veces, y que en el momento en el que un mal ciudadano quiera violar la cultura de la legalidad, y sobornar a un policía, el elemento piense en todas las prestaciones y beneficios que pudiera perder por aceptar dicho soborno.

Recuperemos a nuestros policías, pues no son nuestros enemigos, y a veces desconfiamos de ellos por algunos que no llevan en alto la función policial. Imitemos las mejores practicas de aquellos lugares que ya entendieron que mejorar la percepción ciudadana hacia la policía, beneficiara la cultura de la legalidad e incentivara a que los ciudadanos denuncien y exista la corresponsabilidad para combatir la inseguridad.

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Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera 514m4l

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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