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Trump y su extraño juego de dominó con el mundo. Por Caleb Ordoñez T. e6n2u

Donald Trump ha construido su imagen sobre una mezcla de arrogancia y estrategia mediática. Cada movimiento suyo, cada declaración escandalosa, cada amenaza de arancel o sanción, parece parte de un guion bien ensayado en el que él es el protagonista indiscutible. Ahora, de cara a un nuevo periodo de incertidumbre internacional, Trump sigue con su espectáculo, desviando la atención de los verdaderos conflictos globales y moviendo las piezas en el tablero geopolítico con el mismo método de siempre: caos y confrontación. 5623o

Caleb Ordoñez T.

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Sus recientes ataques a México y Canadá son el mejor ejemplo. Ha amenazado con imponer aranceles, ha puesto en jaque el comercio regional y ha intentado hacer de la crisis migratoria un show político. Sin embargo, todo esto parece ser una distracción conveniente, pues los verdaderos desafíos del mundo están lejos de nuestras fronteras. La guerra entre Rusia y Ucrania sigue en un punto crítico, con un desgaste económico y militar que afecta tanto a Europa como a Estados Unidos. Por otro lado, el Medio Oriente vive un recrudecimiento de tensiones que pueden escalar en cualquier momento. Pero Trump, en su estilo característico, prefiere seguir peleando con sus vecinos, como si las relaciones comerciales de Norteamérica fueran el problema central del planeta.

La crisis migratoria: un problema más grande que las promesas de campaña o4w4e

Uno de los temas que más ha explotado Trump es la migración. Su retórica de mano dura y promesas de deportaciones masivas han sido bien recibidas por su base electoral, pero la realidad es que su plan es, en el mejor de los casos, una fantasía imposible de ejecutar. En Estados Unidos hay cerca de 11 millones de indocumentados, y expulsarlos a todos no solo sería logísticamente inviable, sino también económicamente devastador. La nueva istración enfrenta obstáculos financieros y estructurales enormes, y cada intento de endurecer la política migratoria se encuentra con resistencia legal y social.

Las ciudades y estados con altos números de migrantes ya han mostrado su negativa a colaborar con operativos de deportación masiva. Además, muchas industrias dependen de esta mano de obra, desde la construcción hasta la agricultura. Deportar a millones de personas no solo sería un desastre humanitario, sino que también afectaría la economía estadounidense. Pero Trump, más que resolver la crisis, solo quiere usarla como combustible para su retórica nacionalista y su eterna promesa de que “Estados Unidos será grande de nuevo”.

Trump, el Goliat que pelea contra todos… 20u69

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Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera 514m4l

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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