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Y va de nuevo. Por José Luis Font 4v2k6g

José Luis Font 642go

10 años, tres mundiales y chingo de hijos después, me encuentro escribiendo estas líneas al otro lado del mundo en Doha, Qatar desde la primera vez que tuve un blog.

Me mudé a Sudáfrica en el 2009 y aunque pareciera que no fue hace mucho, para poner mi adultez en perspectiva, en ese entonces Facebook apenas llevaba 5 años de existir y en México era un poco más “nuevo” que con nuestros vecinos; Instagram no existía, ni Snapchat, TikTok, Tinder, Influencers, Vloggers, COVID, dietas Keto, coachings ridículos de las mil y un mamadas, pendejes ofendiéndose por todes, mujeres que se encabronan porque les seguimos abriendo la puerta que atenta contra su feminidad y un montón de cosas más.

Teníamos a las Kardashians casándose y descasándose cada semana, a su papá que aún no se mochaba el asunto y yo seguía usando Hotmail, Messenger y Yahoo para comunicarme con mi familia y amigos. Eran tiempos más simples.

Siempre me ha gustado compartir las pendejadas que hago – porque son muchas – y lo que estuve haciendo, en cuanto llegué allá, es estar mandando mails a mi familia contándoles un poco de mi nueva vida y nuevo trabajo en un país tan exótico y lejano como lo era (es) Sudáfrica. Vivía yo en Johannesburgo y estaba trabajando para la Copa Mundial de la FIFA del 2010, así que había mucho material que narrar y compartir con mi pandilla en México.

Mis mails semanales empezaron a gustar y, cada rato, alguno de los receptores originales de mis crónicas terminaba re-enviando el mensaje a alguien más que, al parecer, quería saber de mi existencia por aquellos rumbos; así fue como, con bastante regularidad, diferentes familiares y amigos me pedían que incluyera a más y más gente en la lista de distribución de cada mail que terminó por convertirse en un verdadero pedo el tratar de istrar una lista que iba “in crescendo” con bastante velocidad y donde, bastante seguido, se me olvidaba copiar a la vecina de la prima lejana de mi tía de Monterrey.

Mi espíritu millennial (así es, técnicamente soy millennial, nací en el 82’ cabrones) consideró en ese momento hacer un blog para que, en lugar de andar tratando de acordarme o copiando y pegando las decenas de cuentas de email que se iban acumulando, mejor escribiría y subiría en un solo sitio para que lo consultase quien se le diera la gana. Encontré uno de esos sitios para hacer blogs gratis, le puse colorcitos, letras monas e invertí no sé cuántas horas en pimpear mi nuevo sitio de donde saldrían montones de ideas para mi Best Seller… para no hacerles el cuento largo, no había terminado de enviar mi último email para notificarles a la lista de distribución del nuevo formato cuando ya me estaban pendejeando por andarles complicando la vida a varios y que mejor siguiera enviando mis, ya acostumbrados, mails a toda la lista. Fracasé como blogger desde antes de empezar.

Seguí escribiendo y creo acordarme de que estuve alimentando mi blog, pero ni con tanta frecuencia ni con el éxito que hubiera querido.

Mis andanzas de trotamundos me llevaron a mudarme a Inglaterra después de Sudáfrica en el 2011 y allí sí, contra objeciones diversas, nuevamente armé mi blog y me puse a escribir un chingo. Lo titulé “Crónicas Expatriadas” porque tenía todo el sentido, para mi, estar compartiendo mis experiencias y la vida de un mexicano en el extranjero y con un trabajo que me llevaba a viajar por muchísimos países de alrededor del mundo y donde me pasaba cada cosa digna de compartir.

Esta vez no la cagué tanto y agarró bastante tracción mi blogcito; llegué a tener 30,000 seguidores que en esas épocas era todo un logro y me escribía mucha gente, sobre todo radicada en Europa, que se identificaba mucho con las cosas que me estaban pasando como expat. Los viajes que me echaba por trabajo me llenaron de anécdotas y material suficiente; se oye medio mamón, pero perdí la cuenta de en cuántos países he tenido la oportunidad de estar y, con mucho orgullo, el haber podido hacer una que otra pendejada en bastantes de ellos que no reparé en inmortalizarlas en el mundo digital para el entrenamiento de algunos.

Eventualmente me regresé a vivir a México y aunque traté de darle un “spin” a mi blog rebautizándolo como “Crónicas Repatriadas” y le metí una formateada al diseño; nunca encontré mi estilo, no supe de qué escribir que fuera de interés más allá de mi abuela que me festeja cualquier cosa que yo haga por más mala que sea (Dios me la bendiga) y me pareció que al mundo no le interesaba saber lo que le ocurriera a un mexicano que estuvo fuera y luego regresó, como que… meh.

Y como la terquedad es una de mis más recurrentes características, aquí estoy de regreso por enésima ocasión incursionando en el mundo de la escritura con una nueva imagen, un nuevo portal y sin ninguna otra intención más que de terapia personal y compartirles un poco de una nueva etapa en mi vida nuevamente como expatriado pero ahora viviendo en el Medio Oriente, por cumplir 40 en unas semanas, un canal de TikTok que más o menos ha gustado, haciendo ejercicio aunque nadie me crea y trabajando para el evento deportivo más importante del mundo, la Copa Mundial de la FIFA Qatar 2022™.

¡Marhaban!

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Los muros que lloran: las redadas y el alma chicana. Por Caleb Ordoñez Talavera 514m4l

En el norte de nuestro continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo. El expresidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancia”.

La razón no es nueva ni sutil: apelar al votante blanco conservador que ve en el migrante un enemigo económico y cultural. Ese votante que, ante la inflación, la violencia armada o el desempleo, prefiere culpar al que habla español que exigirle cuentas al sistema. En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles. Y como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta. Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, esto es profundamente humano.

En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles. El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos. ¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

Además, no podemos hablar de migración sin hablar del racismo. Porque este no es solo un tema migratorio, sino profundamente racial. Las políticas antiinmigrantes suelen tener rostro y acento. No se aplican con la misma fuerza para migrantes europeos o canadienses. El blanco pobre puede aspirar a mejorar; el latino pobre, a ser deportado.

Trump lo sabe, y por eso lo explota. En un año electoral donde su imagen se desmorona entre procesos judiciales, alianzas rotas y amenazas internas, necesita un enemigo claro. Y el migrante latino cumple con todos los requisitos: está lejos del poder, es fácil de estigmatizar y difícil de defender políticamente.

Pero aún hay esperanza. En cada marcha, en cada organización de ayuda, en cada abogado que ofrece servicios pro bono, en cada chicano que no olvida su origen, se enciende una luz. Y también en México. Porque un país que protege a sus hijos, donde sea que estén, es un país más digno.

No dejemos que los muros nos separen del corazón. Hoy más que nunca, México debe recordar que su gente no termina en sus fronteras. Y que el verdadero poder no está en las redadas ni en las amenazas, sino en la solidaridad. Esa que nos ha hecho sobrevivir guerras, pandemias, traiciones… y que ahora debe ayudarnos a defender lo más humano que tenemos: nuestra gente.

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